"Maestro,
he leído muchos libros... pero ya olvidé la mayoría. ¿Entonces, para qué sirve
leer?" Esa fue la pregunta de un alumno curioso.
Solo lo miró
en silencio.
Pasaron unos
días.
Estaban
sentados junto a un río.
De pronto, el
anciano le dijo:
- Tengo sed.
Tráeme un poco de agua... pero usa ese colador viejo que ves ahí en el suelo.
El alumno lo
miró desconcertado.
Era un pedido
absurdo.
¿Cómo iba a
traer agua con un colador lleno de agujeros?
Pero no se
atrevió a contradecirlo.
Tomó el
colador y lo intentó.
Una vez.
Y otra.
Y otra más...
Corría,
llenaba, perdía toda el agua en el camino.
Intentó ir
más rápido.
Tapar los
agujeros con las manos.
Cambiar de
ángulo...
Nada
funcionaba.
No podía
retener ni una gota.
Agotado,
frustrado, se sentó a los pies del maestro y dijo:
- Lo siento.
Fracasé. Era imposible.
El maestro lo
miró con ternura y le dijo:
- No has
fracasado. Mira el colador.
El alumno lo
miró.
Y entonces lo
notó:
Aquel colador
sucio, viejo y ennegrecido... ahora brillaba.
El agua, al
pasar una y otra vez, lo había limpiado.
Y el maestro continuó:
Así es la
lectura.
No importa si
no recuerdas todo lo que lees.
No importa si
el conocimiento parece escaparse de tu memoria como el agua del colador...
Porque
mientras lees, tu mente se limpia.
Tu espíritu
se renueva.
Tus ideas se
oxigenan.
Y aunque no
lo veas, te estás transformando por dentro.
Ese es el
verdadero propósito de leer.
No llenar la
memoria... sino limpiar el alma.